Cambiar el sistema
Ignacio Ramonet, Le Monde Diplomatique.
Los eurófilos más
extasiados lo machacan sin cesar: si no dispusiéramos del euro, dicen,
las consecuencias de la crisis serían peores para muchos países
europeos. Divinizan un euro “fuerte y protector”. Es su doctrina y la
defienden fanáticamente. Pero lo cierto es que tendrían que explicarles a
los griegos (y a los irlandeses, a los portugueses, a los españoles, a
los italianos y a tantos otros ciudadanos europeos vapuleados por los
planes de ajuste) qué entienden por “consecuencias peores”... De hecho,
estas consecuencias son ya tan insoportables socialmente que, en varios
países de la eurozona, está subiendo, y no sin argumentos, una radical
hostilidad hacia la moneda única y hacia la propia Unión Europea (UE).
No les falta razón a estos indignados.
Porque el euro, moneda de 17 países y de sus 350 millones de
habitantes, es una herramienta con un objetivo: la consolidación de los
dogmas neoliberales (1) en los que se fundamenta la UE. Estos
dogmas, que el Pacto de Estabilidad (1997) ratifica y que el Banco
Central Europeo (BCE) sanciona, son esencialmente tres: estabilidad de
los precios, equilibrio presupuestario y estímulo de la competencia.
Ninguna preocupación social, ningún propósito de reducir el paro,
ninguna voluntad de garantizar el crecimiento, y obviamente ningún
empeño en defender el Estado del bienestar.
Con la
vorágine actual, los ciudadanos van entendiendo que tanto el corsé de la
Unión Europea, como el propio euro, han sido dos añagazas para hacerles
entrar en una trampa neoliberal de la que no hay fácil salida. Se
hallan ahora en manos de los mercados porque así lo han querido
explícitamente los dirigentes políticos (de izquierda y derecha) que,
desde hace tres decenios, edifican la Unión Europea. Ellos han
organizado sistemáticamente la impotencia de los Estados con el fin de
conceder cada vez más espacio y mayor margen de maniobra a mercados y
especuladores.
Por eso se decidió (a insistencia de Alemania) que el BCE fuese “totalmente independiente” de los Gobiernos (2).
Lo cual concretamente significa que queda fuera del perímetro de la
democracia. De ese modo, ni los ciudadanos ni los Gobiernos elegidos por
éstos pueden entorpecer sus opciones liberales.
Hoy,
esas características (impotencia de los políticos, independencia del
BCE) son en parte responsables de la incapacidad europea para resolver
el drama de la deuda griega. La otra causa es que, bajo su aparente
unidad, la UE (en este caso particular la eurozona) está profundamente
dividida en dos bandos casi irreconciliables: por una parte, Alemania y
su área de influencia (Benelux, Austria y Finlandia); por la otra:
Francia, Italia, España, Irlanda, Portugal y Grecia.
El
origen de la deuda griega (como el de la de los demás países
periféricos afectados por la crisis de la deuda soberana, incluida
España) es conocido. Cuando Grecia fue admitida en la zona euro (3),
las instituciones financieras consideraron inmediatamente que este
pequeño Estado presentaba, a pesar de su evidente fragilidad y de sus
escasos recursos, todas las garantías necesarias para recibir créditos
masivos y baratos. Llovieron sobre Atenas ofertas de financiación a
tipos de interés de ganga, en particular por parte de bancos alemanes y
franceses que incitaron a los gobernantes helenos a endeudarse a bajo
coste y a largo plazo para adquirir principalmente material militar (4) alemán y francés...
Cuando estalla la crisis financiera de 2008 (llamada “de las subprimes”),
ésta se extiende rápidamente al sector bancario europeo. Los
establecimientos financieros carecen pronto de liquidez y restringen
drásticamente el crédito. Lo que amenaza con asfixiar el conjunto de la
economía. Para evitarlo, los Estados ayudan masivamente a la banca. Y la
salvan. Para ello se endeudan aún más comprando dinero en el mercado
internacional (ya que el BCE se niega a ayudarlos). Ahí, de repente,
intervienen las agencias de calificación que sancionan el excesivo
endeudamiento de los Estados (¡realizado para salvar a los bancos!)...
Inmediatamente los tipos de interés de los préstamos a los Estados más
endeudados se disparan... Y se produce la crisis de la deuda soberana.
En
sí misma, la deuda griega es insignificante si se tiene en cuenta que
el PIB de Grecia representa menos del 3% del PIB de la eurozona. El
problema, técnicamente, podía haberse resuelto hace ya más de un año sin
gran dificultad. Pero el gobierno conservador alemán, que enfrentaba
entonces unas complicadas elecciones locales (finalmente perdidas),
estimó que no sería moralmente justo que los griegos, acusados de
“corrupción” y de “laxismo”, saliesen tan rápidamente del mal paso.
Había que castigarlos para que no cundiese “el mal ejemplo”.
Una
ayuda demasiado rápida a Atenas, declaró Angela Merkel, “tiene el
efecto negativo de que otros países en dificultades podrían dejar de
hacer esfuerzos” (5). Por eso, con el apoyo de sus aliados, Berlín empezó a poner pegas de todo tipo. Dejando pasar los meses.
Plazo
que los mercados, excitados por el desacuerdo político europeo,
aprovecharon para cebarse en Grecia. Todo se complicó entonces.
Finalmente, Alemania acabó por aceptar un (incompleto) plan de ayuda con
una condición: que participase en él el Fondo Monetario Internacional
(FMI). ¿Por qué? Por dos razones. Primero porque se estimaba que las
instituciones europeas carecían de un verdugo lo suficientemente severo
para escarmentar a los griegos. Segundo, porque la especialidad del FMI,
desde hace cuarenta años, consiste en exigir siempre esfuerzos
antisociales a los países endeudados. Sus recetas (aplicadas con saña en
América Latina durante los años 1970 y 1980) son siempre las mismas:
alza de las tasas al consumo, recortes brutales de los presupuestos
públicos, estricto control de los salarios, privatizaciones masivas...(6).
El
Gobierno de Papandreu tuvo que resignarse a adoptar un salvaje plan de
austeridad. Pero el mal estaba hecho. El ritmo de la política europea es
lento y largo, cuando el de los mercados es inmediato. Los
especuladores entendieron que la Unión Europea era un gigante sin
cerebro político, y el euro una “moneda fuerte” con estructura débil (no
hay ejemplo en la historia, de una moneda que no esté encuadrada por
una autoridad política). Atacaron a Irlanda, pasó lo mismo y volvieron a
ganar. Atacaron a Portugal e ídem. Atacaron a España y a Italia, y los
Gobiernos de estos países se apresuraron a autoimponerse las impopulares
recetas del FMI.
Por toda Europa se extiende ahora la
“doctrina de la austeridad expansiva”, que sus propagandistas presentan
como un elixir económico universal cuando en realidad está causando un
estrepitoso daño social. Peor aún, esas políticas de recortes agravan la
crisis, asfixian a las empresas de todo tamaño al encarecer su
financiación, y entierran la perspectiva de una pronta recuperación
económica. Empujan a los Estados hacia la espiral de la autodestrucción,
sus ingresos se reducen, el crecimiento no arranca, el paro aumenta,
las (impresentables) agencias de calificación rebajan su nota de
confianza, los intereses de la deuda soberana aumentan, la situación
general empeora y los países vuelven a solicitar ayuda (7). Tanto
Grecia, como Irlanda y Portugal –los tres únicos Estados “ayudados”
hasta ahora por la Unión Europea (mediante el Fondo Europeo de
Estabilización) y el FMI– han sidos precipitados, por los que Paul
Krugman llama los “fanáticos del dolor” (8), a ese fatal tobogán.
Y
el “Pacto del euro”, establecido en marzo pasado, tampoco resuelve
nada. En realidad es una vuelta de tuerca suplementaria a la austeridad,
un acuerdo “de competitividad” que prevé más recortes del gasto
público, más medidas de disciplina fiscal, y penaliza principalmente –de
nuevo– a los asalariados. Con amenazas de sanciones a los Estados que
no cumplan el Pacto de Estabilidad (9). Propone la tutela de la
deuda pública y un ritmo fijo de reducción, o sea: una limitación de la
soberanía. “Los países europeos deben ser menos libres de emitir deuda”,
afirma, por ejemplo, Lorenzo Bini Smaghi, miembro del directorio del
BCE. Algunos eurócratas van más lejos, proponen que se le retire a un
gobierno que no haya respetado el Pacto de Estabilidad, la
responsabilidad de dirigir sus propias finanzas públicas...
Todo
esto es absurdo y nefando. El resultado es una sociedad europea
empobrecida en beneficio de la banca, de las grandes empresas y de la
especulación internacional. Por ahora la legítima protesta de los
ciudadanos se focaliza contra sus propios gobernantes, complacientes
marionetas de los mercados. ¿Qué pasará cuando se decidan a concentrar
su ira contra el verdadero responsable, o sea el sistema, es decir: la
Unión Europea?
(1) Definidos en los Tratados de Maastricht (1993), de Amsterdam (1999), de Niza (2003) y de Lisboa (2009).
(2) Entre otras limitaciones, el BCE no puede prestar dinero a los Estados, sólo a la banca privada.
(3)
Merced a un balance de su situación económica falseado y maquillado por
el anterior gobierno conservador con la ayuda del banco estadounidense
Goldman Sachs.
(4) Grecia es el principal importador de
material militar de la Unión Europea y el Estado que consagra a su
defensa (por razones de rivalidad con Turquía) el mayor porcentage de su
PIB.
(5) El País, Madrid, 18 de julio de 2011.
(6) Léase Philippe Askenazy, “L’austérité imposée à la Grèce, de Charybde en Scylla”, Le Monde, París, 19 de julio de 2011.
(7) Aunque
ha sido recibido con alivio por la prensa neoliberal, el nuevo plan de
rescate a Grecia, anunciado el pasado 21 de julio, de poco servirá. Los
mercados y los fondos buitres han olido la sangre y no detendrán sus
ataques mientras no se les frene con auténticos cambios estructurales.
(8) Paul Krugman, “Cuando la austeridad falla”, El País, Madrid, 24 de mayo de 2011.
(9) Que fija el límite para el déficit presupuestario en un 3% del PIB, y el de la deuda soberana en un 60% del PIB.
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