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Xavier Rius, Público.
El Pleno del Congreso iniciará la próxima semana el debate sobre la reforma de la Ley Orgánica 4/2000 de derechos y libertades de los extranjeros en España. Una reforma que se produce en un momento en que, debido a la crisis, se ha producido una desaceleración del flujo de llegada de extranjeros y un incremento de los que están en situación irregular. Si bien se creía que contaría con el apoyo del PP, que había reconocido en diciembre que el anteproyecto era muy similar al que había presentado el Grupo Popular un mes antes, a mediados de julio cambió de estrategia, presentando una enmienda a la totalidad y exigiendo más dureza frente al fenómeno migratorio. La reforma, que introduce modificaciones para adaptarse a directivas comunitarias, es continuista con la ley vigente, por más que añade dos cambios no exigidos por dichas directivas. Alarga de 40 a 60 días el periodo de internamiento de un extranjero con expediente de expulsión y endurece las condiciones para la reagrupación familiar. Pese a que se ha dicho que amplía los derechos de los extranjeros, en la práctica significa un recorte y no aporta novedades a fin de mejorar la gestión de flujo migratorio que quedará de nuevo en manos del reglamento y su aplicación.
Digo que recorta derechos, pese a que la ley devuelve a los sin papeles derechos de reunión, manifestación o huelga que les fueron retirados el año 2000, dado que dichas restricciones eran inaplicables: nadie podía evitar que los extranjeros sin papeles se reunieran en un sindicato, ni había ningún procedimiento sancionador contra el sin papeles que hiciera huelga. En cambio, los recortes de derechos que ahora se imponen sí que afectan realmente. El retroceso más significativo es la ampliación del periodo de residencia exigido en España para reagrupar a un familiar que pasa de dos a cinco años, vulnerando la Convención de Naciones Unidas sobre personas migrantes. Además, exige que los ascendientes a reagrupar tengan más de 65 años, pese a que luego deje abierta la puerta a no exigir esta edad en casos excepcionales. ¿Qué les ocurrirá pues a aquellos inmigrantes cuyo padre tenga ya 66 años, pero su madre sólo 57? ¿Se obligará a la mujer a separase de su marido? Tras los 127.165 extranjeros que llegaron en 2007 por reagrupación –correspondientes mayoritariamente a familiares de quienes se regularizaron en 2005–, esta cifra se redujo a 90.705 en 2008 y todos los datos apuntan a que este año se reduce todavía más. La reagrupación no debe verse como un coladero, sino como un derecho de los nuevos ciudadanos. Además, si se pretende que el flujo de llegada sea legal, ¿qué problema hay en que se pueda reagrupar a una madre de 57 años, que vivirá con su hijo, y que podrá trabajar legalmente en sectores que demandan mano de obra como el servicio doméstico y cuidado de ancianos?
El otro cambio significativo es el alargamiento de 40 a 60 días del periodo que puede permanecer en un centro de internamiento un extranjero al que se tramita expediente de expulsión. Ampliación poco útil dado que a quien no se le ha podido verificar su identidad o nacionalidad en 40 días, poco más se conseguirá en 60. Además introduce la posibilidad de alargar este periodo para los solicitantes de asilo y habeas corpus. La actual reforma genera lagunas en las expulsiones de los menores, vulnerando aspectos de los convenios internacionales del derechos del niño. He comentado que la ley es continuista en lo relativo a la gestión del flujo, dado que los elementos sustanciales de su gestión quedarán en manos del reglamento y su aplicación. Dado que el Gobierno ha restringido ya el catálogo de empleos de difícil cobertura, que establece aquellos puestos para los que el empresario que necesite un trabajador puede reclamar directamente a un inmigrante que está en el extranjero, el flujo legal de entrada se ha reducido notablemente estos últimos meses.
Pero, con una simple comparación de los datos del último padrón hechos públicos por el INE, vemos que a 1 de enero había en España 600.000 extracomunitarios en situación irregular, unos 100.000 más que un año antes. Y los datos de la encuesta de población activa elevan ya a 800.000 el número de extranjeros que trabajan en la economía sumergida. La manera que establece el reglamento vigente de regularizarlos es por arraigo social a los tres años si tienen propuesta de contrato y, en algunos casos, un informe de los servicios sociales certificando que, pese a no tener propuesta de empleo, su núcleo familiar dispone de recursos. Por este procedimiento se regularizaron 60.259 personas en 2008. Dado que no parece probable que se plantee a medio plazo una regularización extraordinaria, será sólo con la aplicación del arraigo como podrán salir de la economía sumergida aquellos inmigrantes que sí tienen empleo, pero no tienen o les caducó su permiso de trabajo. La voluntad de aplicar ampliamente o no el arraigo, marcará la diferencia entre si se desea asumir que estos trabajadores existen y hay que hacerlos aflorar legalmente, o preferimos repetir que la inmigración disminuye y ha tocado techo, pese a que continúen aquí en la economía sumergida.
Pero es precisamente el arraigo uno de los aspectos que el PP desea endurecer por ley al igual que plantea aspectos electoralmente rentables, pero inútiles en la práctica, como el “contrato de integración”. En el fondo el PP desea aprovechar el otoño –periodo en el que al acabar la temporada turística aumentará el desempleo– para agitar los miedos y los fantasmas ante la inmigración. Una estrategia que puede ser electoralmente rentable en momentos de crisis, pero que siempre resulta contraproducente de cara a la cohesión social y no hace más que dificultar la gestión del fenómeno migratorio.
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